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El sillón vació, un chal morado al hombro

El sillón vació, un chal morado al hombro
Estar sin estar
Opinión

Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Jorge F. Hernández
JORGE F. HERNÁNDEZ

Yekaterina Savelievna fue una valerosa mujer entre las 30,000 almas judías asesinadas por los nazis a las afueras de Berdichev en septiembre de 1941. Nacida en 1871 creció en Odesa junto a sus hermanas Maria, Anna y Yelizaveta, aunque Yekaterina se distinguía por tener desalineada una cadera y a pesar de ello y de los tiempos, fue una mujer notablemente independizada y emprendedora que estudió en Francia. Allí casó con un italiano al que pronto abandonaría por enamorarse de Semyon Osipovich Grossman.

Yekaterina Savelievna fue la madre de Vasili Grossman, nacido en Beredichev (hoy nuevamente ciudad bombardeada) el 12 de diciembre de 1905. Si Usted no ha leído cualesquiera de las páginas, párrafos o portentosos libros de Vasili Grossman o bien si ha leído Estalingrado y Vida y destino, doble aventura literaria y monumental sugiero que procuren volver a leerlo y así leerlo por primera vez como salvoconducto existencial o tan sólo como justificación de esta columna.

Escribo hoy sobre Yekaterina porque en estas pasadas dos semanas he recibido consuelos invaluables para el alma y el sosiego, alentadores abrazos para la serenidad al haber publicado la muerte de mi madre y revelar el estado de coma en que se encuentra mi hermana herida en un absurdo accidente de automóvil. A contrapelo de tantísimas voces que me han elevado y apapachado (que en náhuatl es no más que abrazar el alma) hubo una mala persona que me espetó el reclamo de que caí en “autoreferencias gastando tinta en algo tan íntimo” olvidando responder a insistentes mensajes “injustificadamente”. Será que esa persona no tiene madre o su corazón se ha vuelto un punzón del egoísmo engreído, pero no tan archivada en el olvido pues repito que me ha motivado para ocuparme de la madre de Otro como mejor ejemplo para apelar una vez más a la complicidad de los lectores buenos, gente sana de mente y corazón que han sabido comprender que quizá la muerte de una madre llega a rozar el sentimiento de todos o casi todos y que una tragedia insensata que mantiene en el limbo la bella voluntad y la incansable energía de una mujer a la que conozco desde el día en que nació vale saberse en sobremesas, ventilarse en párrafos de periódico o palabras en taxis por el mínimo azar de que todos estamos expuestos a una tragedia inesperada en menos de doce segundos, veintidós metros en vuelo al vacío, con o sin cinturón de seguridad… silencio aplastante.

Al morir mi madre y con ayuda de un arcángel como nube recordé la dolorosa carta que inserta Vasili Grossman en Vida y destino como si la hubiese escrito su madre desde la misma muerte, dejándola para lectura póstuma del personaje donde el novelista se encarnó él mismo con el nombre de Viktor Shtrum. En esa novela y otros escritos, Yekaterina verdadera madre de Grossman se proyecta como Anna Semyonovna y el autor la pinta al óleo calcando la biografía real de una mujer que se desvivió por su único hijo, incluso abandonando al marido Grossman en aras de dedicarse enteramente a que Vasili aprendiera francés, memorizara novelas en ese idioma y se entregara minuciosamente a su vocación científica y vida como periodista, cuentista y novelista. Grossman no oculta la culpa de no haber sacado a su madre de Odesa para intentar salvarla en Moscú en cuanto se asomaron las sombras antijudías del nacionalsocialismo en Ucrania y en cuanto empezaron las agrias e imperdonables purgas y pogromos del estalinismo y así, el personaje-autor llamado Shtrum llega tarde a la masacre donde han asesinado a su madre.

Aunque en la realidad Grossman se entera del terrible final de su madre a través de testimonios de los últimos que la vieron con vida, en la novela Shtrum nos permite leer en silencio esa carta donde la madre (real y literaria) nos susurra a todos. “Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes y nadie tendrá nunca el poder de matarlo”. ¡A ver si hay alguien que acuse de autoreferenciarse al hijo vuelto novelista que comparte para contagiar uno de los más grandes dolores inevitables de toda vida!

En septiembre de 1950 Vasili Grossman escribió dos cartas para su Yekaterina, como quien lanza una botella con mensaje y besos al mar de nubes. Grossman relata en esa carta un sueño (que ya había insertado previamente en Estalingrado) donde él mismo siendo Viktor Shtrum sueña que entra a la habitación de siempre, contempla el sillón vacío donde antes dormitaba su madre y sobre el respaldo sólo reposa un chal que solía taparle las piernas. “Al despertar -escribe Grossman en voz de Shtrum- supe que ya no estabas (…) y me parece que mi amor por ti es aún más grande y mucho más responsable ahora que compruebo que cada vez hay menos personas vivas en cuyos corazones seguías viviendo”, pues según el novelista conforme pasa el tiempo se van muriendo quienes por memoria y latido mantenemos vivos a los muertos y precisamente para que nuestras ausencias no caigan en el necio bosque de la amnesia uno lee y relee novelas y cuentos de todos los pretéritos posibles, rondamos por la Historia para intentar no repetir las desgracias supuestamente superadas o abrir cicatrices que no cierran del todo y hablamos o escribimos de nuestros pésames para que perduren y arrullen con su ejemplo las vidas que siguen vivas… así se encuentren en un sueño profundo como coma donde poco a poco podría asomarse un milagro en el leve movimiento de un pulgar o en el párpado cerrado que parece querer amanecer para seguir llenándonos de vida.

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Jorge F. Hernández

Autor de libros de cuentos y de las novelas 'La Emperatriz de Lavapiés', 'Réquiem para un Ángel', 'Un bosque flotante', 'Cochabamba' y 'Alicia nunca miente'. Ha publicado artículos sobre la historia de México y ha sido colaborador de las revistas 'Vuelta' de Octavio Paz y 'Cambio' de Gabriel García Márquez. Es columnista de EL PAÍS desde 2013.

Jorge F. Hernández
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