Una foto de Francisco

En el living de la casa de mis padres hay una foto que siempre me llamó la atención. Es una foto de mi padre junto a Juan Pablo II. Él aparece muy joven –incluso más joven de lo que yo soy ahora– y la foto fue tomada en Roma, a pocos meses de mi nacimiento en 1993, durante una audiencia privada que tuvo la suerte de tener. Para mí, que crecí viendo ese retrato como parte del cotidiano paisaje familiar, la idea de estar cerca de un papa tenía un aire casi místico, de algo reservado para muy pocos. Y si bien la imagen retratada daba la sensación de un momento formal, solemne, lo que más me impactaba era cómo mi padre, al recordarla, continuamente decía algo que marcó mi memoria: “Estuve en la presencia de un santo”.
Muchos años después, cuando, a partir de un regalo histórico para nuestro país, las distancias con los papas parecían haberse acortado –o al menos así podía sentirse por el solo hecho de compartir la misma nacionalidad–, tuve la oportunidad de visitar el Vaticano junto a mi padre y a mi hermano para una reunión con el papa Francisco.
Era una mañana fría de diciembre europeo, de esas en las que Roma parece todavía dormida. Caminamos temprano por calles casi desiertas hacia la Ciudad del Vaticano, donde atravesamos un acceso lateral y nos dirigimos a la residencia de Santa Marta. Allí, esperamos sentados, en una pequeña sala con apenas cuatro sillas y, sobre la pared del fondo, un cuadro de Juan Pablo II, que avivó instantáneamente el recuerdo de aquella foto en la casa de mis padres.
Me preparaba internamente para un momento que intuía trascendental, no solo por mi fe católica, sino por el contundente peso de la figura papal y de acaso el argentino más importante de la historia. Me preguntaba cómo sería ese semblante, esa “presencia”. ¿Sería distinta con Francisco? ¿Tendría ese mismo halo de santidad del que había hablado mi padre años atrás? ¿Podría percibirlo? En medio de mis pensamientos, se entreabrió la puerta y asomó una cabeza conocida. El papa Francisco, con una sonrisa pícara y tono cómplice, nos dijo: “Espérenme un ratito más que las monjitas están tremendas…”.
Fue apenas un segundo, fruncí el ceño confundido. Pero en ese instante, toda la solemnidad preconcebida se desplomó, reemplazada por una escena inesperadamente cómica y entrañable. Y lejos de disminuir la importancia del momento, lo volvió profundamente humano, profundamente real. Quizás, después de todo, la santidad también tenga algo de eso: una cercanía despojada de artificios y disimulos, la sencillez de un gesto cotidiano que rompe las expectativas y nos deja, simplemente, sonriendo.
Este es el legado más importante de Francisco, que tal vez encierra una paradoja luminosa: que la huella más profunda puede dejarse con la pisada más suave y amorosa. Lentamente lo entiendo, aunque más cuando hace poco en un libro leí: la simplicidad no es el resultado de una resta, sino la solución de una ecuación. Eligiendo el nombre de Francisco, el Papa trazó desde el inicio de su pontificado el contorno de un estilo que haría de la humildad punto vital de referencia. Como el santo de Asís, quiso caminar liviano, hablar claro, mirar a los ojos y vivir en clave menor; como aquel santo, sostuvo a la Iglesia en un momento de grandísima incertidumbre. Y señaló el rumbo, signado por una esperanza que no decepciona; por una cultura del encuentro que apuesta por la paz; por un amor vivo con el fuego de la juventud y firme con las raíces de la historia que tiende, con corazón abierto, a una infinita misericordia. Así es el cultivo de nuestro papa argentino.
Rodeado del pueblo, que tan feliz lo hacía sentir, Francisco partió un día después de la Pascua, como si hubiera esperado el anuncio de la resurrección para dar su último paso en la Tierra y el primero hacia el misterio. Y en ese umbral desconocido e invisible, entrelazando una maravillosa coincidencia, resuena la primera palabra de Jesús resucitado: “Alégrense”. No como un simple consuelo, sino como una promesa viva de encuentro, que encierra un claro mensaje para nosotros: alégrense, porque tuvimos un papa argentino. Alégrense, porque fue extraordinario.
Hoy, en el living de mi casa, hay una foto enmarcada que siempre llamará mi atención. Es la del encuentro con Francisco, que empezó con aquel momento disruptivo y luego, cuando finalmente volvió a la sala, continuó en la misma clave humana. Una foto que no es solo un recuerdo; es una suerte de espejo. Porque cuando la miro, siento que no estoy ante un santo inalcanzable, sino ante alguien que, con gestos sencillos, enseñó que la santidad también puede tener forma de risa compartida, de mirada fraterna, de humanidad palpable. Como quien deja una huella, sí. Pero descalzo.

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