'La trama fenicia': el Everest (sufrido y aburrido) del cine de Wes Anderson
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Últimamente Benicio del Toro no se prodiga demasiado por la pantalla. Apenas cuatro apariciones -algunas fugaces- en los últimos seis años, ahora como protagonista de la última fantasía de aventuras tintinescas de Wes Anderson, La trama fenicia, que ha competido en la Sección Oficial del Festival de Cannes, aunque se haya ido de vacío. Del Toro, que ya tuvo un pequeño papel en La Crónica Francesa (2021) repite con el director texano en una trama, como su propio título indica, ambientada en el país ficticio de Fenicia -inspirado en la Fenicia histórica-, entre los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, sin móviles, sin ordenadores y sin la ansiedad frenética de la modernidad. En su lugar, libros y máquinas de escribir, pantalones de lino, chaquetas de pana, habitaciones con decoración estilo colonial y trenes revestidos de madera. Y, como protagonistas, magnates, novicias, espías y terroristas revolucionarios.
El manierismo de Anderson se ha ido ponderando en los últimos tiempos y La trama fenicia es la demostración de que el director de la simetría, los planos frontales y los colores desvaídos se ha quedado instalado en una versión romantizada de mitad del siglo XX, salida casi de una historieta vintage. El argumento apenas tiene importancia y es la excusa para desplegar un diseño de producción suntuoso y una atmósfera de personajes extravagantes y alienados, tan desapegados del mundo real como el propio cineasta.
El cine de Anderson está cada vez más replegado en sí mismo, marcando sus modos como un adolescente que reivindica su identidad uniéndose a una tribu urbana. Solo que en esta tribu urbana el jefe es él. Y sus películas apelan a un público devoto, mientras que cada vez es más difícil entrar para los profanos. Pocos directores pueden permitirse un reparto tan coral y tan fiel como el de Anderson: nunca se ha visto el nombre de Tom Hanks tan abajo en los créditos, tan diluido y humilde, como un actor secundario con apenas una decena de frases. Lo mismo ocurre con Scarlett Johansson, en el papel de una prima lejana que apenas abre la boca.
Benicio del Toro interpreta a Zsa Zsa Korda, un magnate con una fortuna de dudosa procedencia y unos métodos de dudosa ética, que sobrevive a una serie de atentados que intentan acabar con su vida; en La trama fenicia es la primera vez que vemos tan explícitamente un gag gore en el cine de Anderson. Preocupado por el futuro de su fortuna y su legado, Korda lega su herencia a su hija primogénita, Liesl, una novicia muy pía a punto de tomar los votos, a la que interpreta Mia Threapleton, la hija de Kate Winslet, uno de los grandes descubrimientos de la película. También pasa por ahí Truman Hanks, hijo del actor de Forrest Gump (1994), en un papel microscópico. Quizás viniesen en un paquete, como las películas de tarde de Televisión Española.
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A partir de aquí, tampoco importa demasiado la causa y la consecuencia argumental puesto que Anderson prima el desconcierto en las situaciones que la comprensibilidad de la trama en sí, cuyo guirigay de esquema se resume en la necesidad de conseguir cierto dinero de unos inversores, o la condonación de parte de sus beneficios, más bien. El negorcio: construir una planta energética, o algo así. Entre los socios de Korda hay un príncipe interpretado por Riz Ahmed, dos millonarios a los que ponen cuerpo Hanks y Bryan Cranston, un empresario de la noche marsellés con la cara de Mathieu Amalric, un marino mercante al que da vida Jeffrey Wright, una especie de arqueóloga actuada por Scarlett Johansson y un hermano vengativo -¿o era un primo?- para el que Benedict Cumberbacht hace despliegue de cejas peludas.
Cada personaje supone una etapa en el viaje alrededor del mundo de Korda y su hija para salvar el emporio familiar. La trama está tan adornada de elementos barrocos y caprichosos que la película acaba siendo un barullo circense de personajes que entran, demuestran sus excentricidades y se van. En el camino aparecen Michael Cera, un supuesto profesor sueco de botánica al que Korda le encomienda la custodia de su fortuna, que cabe en una maleta, y Richard Ayoade -¡qué bien reencontrarse con el actor británico!- como un terrorista con dejes castristas y jerséi de cuello vuelto que pide el impuesto revolucionario, más o menos.
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Seguido de cada atentado, Anderson coloca una pequeña escena bergmaniana en la que los dioses juzgan el destino de Korda, su envío al cielo o al infierno, dependiendo de sus actos pasados y de su defensa. Allí encontramos a Bill Murray jugando a ser Dios. Por allí aparece la primera esposa de Korda (Charlotte Gainsbourg), la madre de Liesl, quien la novicia sospecha que fue asesinada por su padre. ¿Tiene importancia este misterio para la relación de padre e hija? No demasiada. Y es que nada tiene demasiada -o suficiente- importancia en La trama fenicia, que funciona -si es que funciona- por acumulación. Tal abigarramiento acaba agotando y la película -en cuyo guión también interviena Roman Coppola, colaborador habitual de Anderson- se convierte en una cruzada tediosa e inútil por unos decorados tan llenos como las secuencias son vacías.
Anderson intenta dar algo de empaque a su historia describiendo a su protagonista como un multimillonario que se ha enriquecido a base de esclavizar a sus travajadores y de la especulación con alimentos básicos; es el responsable de una hambruna extrema que asola la región. Anderson también se inventa un grupo de agentes de la inteligencia americana -o similar- que quiere acabar con Korda arruinando sus empresas interviniendo el precio de los roblones, lo que obliga a renegociar los acuerdos de Korda con todos sus inversores. Y todo este embrollo para contar una historia sobre las relaciones familiares y el amor paternofilial o para contar que en la vida es mejor ser pobre de bolsillo y pleno de espíritu que ser una grandísimo hijo de puta y tu prole intente atravesarte con una ballesta.
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La trama fenicia es la subida al Everest del cine de Anderson. Se llega al final desfondado, desorientado y reprochándose un viaje con bellos paisajes pero sólo apto para quienes estén dispuestos a sufrir. Poco queda ya de genuino en las últimas películas de uno de los directores más instagrameables; poco queda de esa entrañabilidad quirk y demodé, de ese intento de hacer conectar al público con la diferencia, con el marginado. Ahora sus gestos parecen mecánicos y sus historias se mueven por la inercia de un universo que en su momento parecía sincero y que ahora se asemeja más a una photo op con los chicos más cool de la clase. Eso sí, siempre encontraremos solaz en los ojos tristes de Benicio.
El Confidencial