'La traviata' en el Real: el escándalo es un clásico
%3Aformat(jpg)%3Aquality(99)%3Awatermark(f.elconfidencial.com%2Ffile%2Fbae%2Feea%2Ffde%2Fbaeeeafde1b3229287b0c008f7602058.png%2C0%2C275%2C1)%2Ff.elconfidencial.com%2Foriginal%2F86b%2F1dd%2Fa0b%2F86b1dda0b87a64067a37087c3234dc91.jpg&w=1920&q=100)
Impresiona que hayan transcurrido veinte años desde que Willy Decker sacudió la escena internacional con su propuesta radical y transgresora de La traviata en el Festival de Salzburgo. Impresiona también la naturalidad con que el “escándalo” se ha convertido en un clásico de los teatros occidentales. Ha itinerado La traviata de Decker -y de Verdi…- en las grandes casas y en las pequeñas. Y reaparece en el Teatro Real como el epílogo triunfal de la temporada. Tanto por la proliferación de funciones durante un mes -del 24 de junio al 23 de julio- como por las garantías de los artífices musicales. Empezando por el maestro Henrik Nánási, cuya afinidad al repertorio verdiano garantiza la “ejecución” del acontecimiento y sirve de referencia en el foso a los tres repartos que ha reclutado el Real en el umbral del verano. Nadine Serra, Xavier Anduaga y Luca Salsi encabezan el primero a partir del martes, mientras que el tenor peruano Juan Diego Flórez es la estrella de tres esperadísimas funciones en el mes de julio.
Willy Decker no dirigió La traviata. La profanó. La exhumó. La sacó de la vitrina del museo verdiano y la plantó, desnuda, sobre el escenario como si el decoro, la convención y el tul de las camelias fueran obstáculos para entender de qué demonios nos hablaba Verdi cuando adaptó
Nadie que haya visto ese montaje —el de Salzburgo, 2005, con la Netrebko en estado de gracia y Villazón aún entero— ha vuelto a percibir La traviata con la misma mirada. Decker descompone la lógica del folletín para convertirla en un drama metafísico. No hay mobiliario, no hay terciopelo, no hay sociedad burguesa que redima a la cortesana. Solo un escenario blanco, un reloj gigantesco —símbolo fálico, símbolo del tiempo que se agota, símbolo de la fatalidad— y un doctor Grenvil que acecha como la Parca.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe00%2F4c4%2Fc9b%2Fe004c4c9b4b1953a306520581f4cef74.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe00%2F4c4%2Fc9b%2Fe004c4c9b4b1953a306520581f4cef74.jpg)
Decker no reinterpreta. Revela. Y al hacerlo, expone las vísceras del melodrama. Se acabaron los pañuelos. Se acabó la heroína sacrificada. Su Violetta no expira entre camelias. Se desploma como un cadáver que ha vivido demasiado. Su bata roja —más expresión de la sangre que del deseo— no es un vestuario: es un estigma, un sudario que encubre su infierno.
Y ahí está el milagro. Que una ópera de 1853, manipulada, esquilmada y domesticada durante siglo y medio, recobre en manos de un alemán minimalista una violencia expresiva que ni los directores de cine más osados se atreven a acariciar. El reloj gigantesco que ocupa el acto final -el final de todo- no es un simple artilugio escenográfico. Es el personaje principal. Gira como gira la aguja de la enfermedad en los pulmones de Violetta. Como gira la sociedad alrededor del cadáver que aún respira. Como gira la hipocresía de un mundo que celebra su belleza y se escandaliza de su libertad.
Lo sabía Verdi, lo supo Decker. Que La traviata no trata del amor, sino de su imposibilidad. No de la redención, sino de la condena. Y que si Violetta muere, no lo hace por tuberculosis: lo hace porque ya no tiene espacio en un mundo que la desecha y la proscribe en cuanto deja de ser útil.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fd01%2Fed8%2F814%2Fd01ed88146842a9cd0eedf557cbd0b89.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fd01%2Fed8%2F814%2Fd01ed88146842a9cd0eedf557cbd0b89.jpg)
La audacia del montaje no reside en su modernidad, sino en su desnudez, en el rechazo al maquillaje escénico, en la negativa a disimular la brutalidad del argumento con los encajes del XIX. Decker desmonta el oropel para dejar a los personajes como lo que son: fantasmas. Alfredo es un cobarde infantil. Germont padre, un verdugo educado. Y Violetta, el único ser humano de la historia. La única que ama sin cálculo. La única que se inmola sin pedir recompensa. Por eso su muerte no conmueve. Escuece. No se llora por ella. Se llora por uno mismo. Por la cobardía de Alfredo, por la crueldad de Germont, por la pasividad del público. Porque en la mirada fija de Netrebko -ella fue la primera -, en esa última caminata sobre el vacío blanco, se reconoce nuestra propia fragilidad. La de haber dejado morir tantas Violettas en nombre del decoro, de la familia, de la decencia.
Y es ahí donde Willy Decker traza su mayor sacrilegio. No a la ópera, sino al público. Le niega el consuelo. Le arrebata el clímax. No hay aria que salve, no hay reencuentro que consuele, no hay tumba con flores. Solo queda el silencio. El tiempo. El reloj. Y una bata roja que ya no envuelve un cuerpo, sino una idea. La de que el amor, cuando es real, no tiene lugar. Ni en la ópera, ni en la vida.
El Confidencial