Bailar como si no hubiera un mañana. Por qué las raves ya no quieren cambiar el mundo
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Trance electrónico, texturas, bucles y patrones cosquilleantes, oscilaciones del sinte, samples obsesivos, euforia expansiva, latidos retumbantes de un bombo tectónico, luces ácidas en barrido de lector de código de barras y estroboscopios epilépticos. Da igual que sean temas ultrarrápidos con patrón machacón que síncopas y polirrítmias de break beat. Los biorritmos buscan alinearse con los bits del woofer, lanzados por el DJ, que se van acelerando con el paso de las horas, para acompañar las taquicardias que provocan el subidón de MDMA. En la pista vibran decenas o miles de raveros moviéndose de forma frenética, impulsados por el hedonismo toxicómano y los subgraves sísmicos del techno.
Sirat, la cacareada película de Oliver Laxe, ha despertado el interés por la vida de los new travellers y la cultura rave, presentada en la película como un lugar de comunidad ritual y de “sanación de heridas” a través del baile hipnótico, en donde la fusión con la música y la tierra produce un estado de alienación y redención transitorias. Recuerda que el baile, desde antiguo, ha sido una vía para el trance, como en la danza giratoria de los derviches, los rituales vudú haitianos, la santería cubana o las danzas extáticas del África subsahariana, al igual que las prácticas repetitivas como la recitación de mantras en el hinduismo o el zikr en el islam sufí. Con todos ellos se buscaba alterar el estado mental, apartar al sujeto de la lógica aprendida y abrir paso a lo trascendente, lo cual es mucho más asequible con la ayuda de drogas catalizadoras. Sabemos que la narrativa del éxtasis místico es útil cuando lo que buscas es alejarte del mundo.
No en vano, el techno utiliza a sabiendas términos prestados de la mística para la sugestión de todo tipo de trances, comunión colectiva, catarsis, rituales, éxtasis y trascendencia, mientras convierte la pista en templo y al DJ en oficiante, para llegar con un pistoletazo a la séptima morada o al nirvana: culturas al gusto del consumidor. Como señala Simon Reynolds en su imprescindible libro Energy Flash, un viaje a través de la rave y la cultura del baile, “en última instancia, esta música no tiene que ver con la comunicación, sino con la comunión”.
La cultura rave surgió a mediados de los años 80 bajo la exploración de identidades y deseos no normativos, alimentada por la música electrónica nacida en EEUU, especialmente el house de Chicago y el techno de Detroit. Según Reynolds, “el house ofrecía un sentimiento de comunión y comunidad a aquellos que puede que se hubieran alejado de la religión organizada por su sexualidad”, paradoja que ya se había dado con instituciones como la YMCA (Young Men’s Christian Association), donde jóvenes, bajo control moral, desobedecieron bailando. Pero las sesiones techno también tenían un relato político. En Detroit, lugar que había pasado de ser la capital de la fabricación de automóviles a páramo postindustrial marcado por el crimen, la desgentrificación y el abandono, surgía el techno, ligado a experiencias de marginalidad postfordista y liberación racial. Cybotron, la banda cuna del techno que empezó a experimentar con los sintetizadores en una mezcla ambivalente de culto a la tecnología asequible y ansiedad apocalíptica, cantaba en Cosmic Cars, “Ojalá pudiera huir de este lugar de locos”.
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Hacia finales de esa década, el movimiento cruzó el Atlántico y floreció en lugares como Ibiza y el Reino Unido, donde el acid house se convirtió en la banda sonora de la crisis industrial, el azote del paro, el desamparo de las instituciones neoliberales y el vacío generacional. Como explica Reynolds, se generó una experiencia colectiva de comunión y derribo de barreras sociales: personas de distintas clases, razas y orientaciones sexuales, que jamás se habrían relacionado, se fundieron en el trance del baile y el afecto compartido. La cultura rave se presentaba como un modo de vida alternativo que, bajo el lema paz, amor, unión y respeto (PLUR: Peace, Love, Unity, Respect), conformaba heterotopías en el sentido foucaultiano, un paraíso en donde nadie es anormal, según McKenzie Wark, teórica cultural y escritora trans.
La colectividad en la rave, identificada como la máquina deseante, en los tiempos en los que Deleuze y Guattari pegaron fuerte, se entendía como una fuerza expansiva con potencial político, por entender que la música electrónica fabricaba, y modelaba los sonidos del futuro tecnocrático, cuando la vida común era todavía analógica, al modo en como Russolo recogió en las vanguardias el ruido industrial. No es extraño que el filósofo neorreaccionario del aceleracionismo, Nick Land, viera en el jungle y el breakbeat una forma de colapso del pensamiento racional, por sus ritmos imposibles, que deberían dar paso a una experiencia posthumana en donde lo maquínico tomaría el mando para llegar a una nueva era, pasando por el colapso necesario. Parece que tenía un buen dealer.
La clandestinidad de las raves fue acrecentada por las medidas de represión policial del gobierno de Margaret Thatcher, que permitía la disolución de reuniones al aire libre bajo “música repetitiva”, lo que fomentó, por rebote, los ritmos progresivos y rotos. Uno de los eventos que marcó esta tensión fue la rave de Castlemorton Common en 1992, una fiesta libre que duró una semana con miles de asistentes y que horrorizó a la prensa conservadora, que veía en la cultura rave una bajada a los infiernos de la droga, el ruido insoportable y la dejación de todo tipo de hábitos higiénicos, cual zambullida en retrete de la película Trainspotting de Danny Boyle. A partir de ahí, la persecución legal y mediática del movimiento se intensificó. Y es que Reynolds señala que, en la cultura rave la promesa de libertad absoluta contiene, en su interior, una posibilidad constante de colapso, paranoia y desconcierto: “Hay un momento, intrínseco a toda cultura de las drogas, en el que la escena se pasa 'al lado oscuro'”.
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En su pico, en 1999, la Love Parade reunió a 1,5 millones de personas en el centro de Berlín. En sus primeros años, el evento era considerado una manifestación política y se beneficiaba de ese estatus legal, hasta que los vecinos acabaron hasta el moño de la basura, los decibelios y el exhibicionismo sexual ante menores, que obligaron a los organizadores a asumir los costes de limpieza y seguridad. En 2010, una estampida en Duisburgo puso fin a la utopía con 21 muertos y más de 500 heridos. Así quedaba patente que la rave y la música techno no construyen por sí mismas lugares de apertura, puesto que eso hay que construirlo cada vez, desmontando así el discurso de las bondades de la liberación total de lo racional.
Se desveló que la potencialidad de la pista de baile para la comunión social podía ser usada para otros fines cuando, en 1992, en el club Parkzicht de Rotterdam, epicentro del gabba, Richie Hawtin y John Acquaviva pincharon para un público que coreaba consignas nazis, hasta que se percataron de ello. Hacia finales de los 90, el movimiento fue integrado en el mercado y la utopía tecnocrática se convirtió en sueño empresarial, profesionalizándose en forma de macrofestivales como son hoy Monegros, Medusa o Sónar, con patrocinadores, entradas VIP y DJs convertidos en celebridades, mientras que otros, bajo nombres de reminiscencia utópica como Tomorrowland o pulse of Gaia, han transformado sus principios en consignas de lavado de cara.
Algunos creyeron que “el fin del capitalismo” podía imaginarse en una rave, aunque fuera tan solo un sentimiento compartido y la posibilidad de futuro se quedara en urgencia expresiva. Cabe preguntarse entonces por qué tantos jóvenes hoy buscan cada fin de semana la evasión transitoria en una rave, para freírse el cerebro, si han abandonado la idea de construir un futuro. Los jóvenes ya no quieren cambiar el mundo, sino huir brevemente del agotamiento de saber que no pueden hacerlo. La dinámica queda reforzada por el imperativo del goce en forma de consumo, también mercantil, en un ciclo infinito de trabajo y recompensa instantánea que les lleva a vivir al momento. Ya no es el hedonista que describía Reynolds, sino un nihilista práctico: baila porque ha perdido el sentido y ya no puede creer. Por eso, para ellos, la percepción del tiempo ya no es lineal, sino que se ha convertido en cíclica, estructurada alrededor del fin de semana, convertido en pausa ritual, donde el sistema se suspende temporalmente antes de reiniciarse el lunes.
El Confidencial