De los papiros al mundo digital: la evolución del conocimiento

Historiadores, antropólogos, filósofos de la ciencia, bibliotecólogos e investigadores del mundo del libro pueden considerarse los lectores ideales del reciente De los mundos letrados a los lugares de saber (Ampersand), del intelectual francés y director del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) Christian Jacob. La obra, que forma parte de la colección Scripta Manent de la editorial argentina, compila una serie de artículos que reflexionan sobre la historia, la producción y la transmisión del conocimiento, en un recorrido que une a la Biblioteca de Alejandría con el impalpable mundo digital de hoy.
El objetivo de Jacob es proponer un “recorrido en espiral” a diferentes alturas sobre la naturaleza de los saberes humanos y sobre lo que los funda, fabrica y lo que los hace comunicables. ¿Es un libro acerca de la historia de las bibliotecas? No. Pero si es un acercamiento a ella y a otros espacios del saber y propone un conjunto de reflexiones respecto de cómo se genera, conserva y comunica el conocimiento, ya sea en papiros, pergaminos, pendrives o en la inasible y frágil “nube”.
Una parte medular del texto se sostiene sobre la Biblioteca de Alejandría, que, como señala el autor, pese a ser “una institución tan influyente”, dejó “pocas huellas materiales y documentales sobre cómo funcionaba”. Ubicada en el norte de Egipto y sumergida en la cultura helénica que creó esa ciudad en el 331 antes de Cristo, en realidad dependía del Museo, que la ofrecía como un espacio compartido para la comunidad intelectual.
Allí los eruditos podían consultar la colección de rollos de papiros, ubicados en estantes empotrados en nichos o en pequeños cuartos. La Biblioteca se alimentaba de compras que hacían las autoridades en Atenas pero también de obras que se requisaban de los barcos que atracaban en el puerto alejandrino, a orillas del Mediterráneo.
Los cálculos estiman que aquel lugar poseía 490 mil rollos, lo que para Jacob representa la “condensación del mundo habitado en los estantes del Museo” y una verdadera “memoria universal y saturada”. Un elemento útil para orientarse eran los Pinakes, de Calímaco, unos 120 rollos que funcionaban como catálogo.
A la Biblioteca obviamente solo accedía una élite, y la dirección estaba a cargo de nombres como Apolonio de Rodas, Eratóstenes y Aristófanes de Bizancio, entre otros. El prestigio del sitio provocó que otros reyes quisieran construir y mostrar sus propios espacios de almacenamiento de libros, que también funcionaran como exhibición de su poder y como laboratorios de producción intelectual.
Bagdad bajo los abasíes, las cortes de Persia, el Renacimiento italiano y la monarquía absolutista francesa, de acuerdo a Jacob, tomaron, en distintos momentos, a Alejandría como faro. También influyó especialmente en la Roma imperial. A su vez, durante siglos la Biblioteca de Pérgamo, en la actual Turquía, rivalizaba con su colega egipcia.
Filósofos, astrónomos, historiadores, ingenieros y hasta melómanos buscaban acceder a Alejandría, para consultar las obras que permitían ensanchar mundos, en una época donde escaseaba la información. Orbitando alrededor de ese lugar y del Museo de generaron tesis sobre el cálculo de la circunferencia terrestre, la distancia de la Tierra a la Luna y la hipótesis heliocéntrica.
Una de las tantas paradojas de la historia es que un lugar tan importante y tan centrado en albergar objetos e ideas, no haya dejado rastros materiales de su edificio. Distintos incendios, saqueos y guerras fueron depredando el lugar, con responsabilidades compartidas de reyes de distintas religiones.
Para Jacob, el golpe letal a la Biblioteca lo propició la campaña militar del emperador romano Aureliano contra la reina Zenobia de Palmira. En cualquier caso, metamorfoseada en ideas, Alejandría y su biblioteca reverberan hasta la actualidad.
El libro de Jacob, en su recorrido “en espiral”, también encara los cambios en la producción transmisión del saber con la llegada de las tecnologías digitales.
El intelectual francés y director del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) Christian Jacob.
Como todos los intelectuales de su generación, él, nacido en 1955, se formó recorriendo bibliotecas para buscar y leer libros y revistas, tomando apuntes y realizando fichas en tarjetas que luego se guardaban en muebles de madera o metálicos. El trabajo académico tenía una parte física, tangible y anclada a determinados lugares mucho mayor que el actual.
La llegada de los dispositivos multimediales y de Internet trastocaron esas tareas. Jacob afirma: “Estamos hoy en una nueva Biblioteca de Alejandría”. Tal como sabemos, podemos consultar un artículo online escritos por investigadores de la Universidad de Granada o de la Universidad Cheikh Anta Diop de Senegal sin movernos de una habitación o de un café de especialidad palermitano.
Por otro lado, del intercambio de cartas se pasó al uso de mails; este pasaje genera mensajes más breves y directos que las manuscritos, el uso de imágenes y la posibilidad de tener en el mismo “espacio” el correo electrónico que se está por responder. Para el “mundo docto”, como señala Jacob, el mail es “instrumento de tejido de una red” que une a interlocutores de distintos países, favorece la organización de simposios, hace circular informaciones y textos y coordina la elección de jurados de una tesis.
Al mismo tiempo, esas posibilidades tienen su costado oscuro. El investigador promedio “está la mayoría de las veces sepultado bajo una avalancha continua de correos, que se acumulan y desbordan lo buzones electrónicos, a los que se agregan, todavía más numerosos, todo tipo de correos basura”, resalta Jacob.
Además, este presente plantea otros problemas al trabajo académico: de dominio intelectual, por la facilidad para copiar textos de otros sin atribuir la autoría, de autentificación, al dificultarse poder distinguir qué vale y qué no en esta especie de vereda digital en la que se transforma Internet, y de perennización y de preservación, ya que no se sabe cuántos y qué archivos conservar de una manera que en el futuro puedan consultarse.
El otro “lado B” es que esos bloques tan pesados como invisibles de datos quizás desaparezcan en pocos años, sin que nadie los haya guardado. Jacob recuerda los “azares tecnológicos” y el propio error o gesto intencional humano al borrar informaciones alojadas solo en mails. Se pregunta, en un interrogante que de a poco se hacen cada vez más intelectuales, si los historiadores del mañana “dispondrán todavía de ese archivo volátil”.
La inquietud por la supervivencia de todo lo que la sociedad escribe y que se vuelca solo en soportes digitales reaparece en más de una ocasión en el texto. De hecho, el autor asegura que las “humanidades digitales” deben afrontar, entre otros desafíos, cómo construir y estructurar corpus de datos, escritos, imágenes, contenidos audiovisuales y estadísticas con estándares que permitan garantizar que toda esa gigantesca masa informativa perdure y que a la vez sea compatible con las tecnologías de cada momento.
Esa misma inmensidad de datos lleva inclusive ya en el presente otro problema: ¿cómo elegir, qué seleccionar, qué descartar? ¿Cómo “escapar a la fascinación de lo cuantitativo y las fantasías de exhaustividad y la acumulación, con sus riesgos de inundación y parálisis intelectual?”.
Por último, cabe destacar la reivindicación de Jacob de las humanidades, tan degradadas en el discurso y en la práctica por parte de numerosos gobiernos, en diferentes latitudes. “El intento de comprender el universo de un escriba mesopotámico, un enciclopedista griego, un médico del Renacimiento, un curandero africano o un chamán amerindio tiene interés en sí mismo, y no hace falta excusarse ni entrar en una lógica de la justificación utilitarista”.
El pensador remarca que en las ciencias sociales la investigación es “el arte desplegar horizontes”, un arte que permite orientación y sentido y que estimula ese viaje que es toda aventura intelectual.
De los mundos letrados a los lugares de saber, de Christian Jacob (Ampersand).
Clarin