Hermann Bellinghausen: Desbarranque (barranca de Metztitlán)

T
upido el silencio que baja pedregoso y transparente al núcleo mismo de la soledad ardiente, el vacío lleno de espinas, riscos y barrancas estremecedoras que en la eternidad telúrica fueron las estremecidas, cuando no había nada que estremecer además de rocas, ni siquiera víboras.
Intoxicado en mal aceite, nauseoso y moribundo, hizo por mí el descenso un volante circular como los lentes del ojo, como las ruedas al pie de la loma, del Sol ahora y la Luna luego en su órbita asimétrica con rasgos de loca incrustados en el cantil.
El manantial que perdimos, la cañada que confundió nuestros vértigos, el silencio que aúna el silencio al silencio se instaló de plano… lo único plano en la flagrante zona de apedreo, si es que subes, si es que bajas, si es que sabes dónde te hallas.
Apostaste todo por el papel y hoy escribes en el aire. Aquí podrías dibujar, si supieras, un rosario de espinas. La barranca te enerva y arrebola aunque desfallezcas. No te previenes. No te prevengas.
Desierto calcinado. Ya pasó el incendio hace millones de años, desde entonces un tenso ejército de cactos monta guardia, esperando, firme, las órdenes del Universo.
No esperes sombra. No la hay en cien kilómetros a la redonda, a menos que se te cruce una cueva negra. Árboles en algunos recodos. Mezquites sólo. Todo vive, aunque nada lo parezca. De mineral verdean las vetas de la ladera, las capas tectónicas de olvidadas pesadillas cósmicas.
A estas alturas nadie en el difuso mundo de los seres asoma a la roca ardiente del día, ni iguana, ni araña, ni cacomixtle, apenas golondrinas pasajeras y águilas que no se acercan.
Ni yo parezco vivo, y ya ves. Las cenizas también emiten luz, por antiguas y duras que sean. De mineral enrojecen las piedras negras.
Existe la misericordia de la brisa, por suerte, pero es tacaña, las barrancas secas no le costean. Las visita porque la relaja, le quita la presión excesiva de su padre el viento. En las barrancas soplar es fácil. Nada lo impide. En un golpe de calor, el Sol no se respira. Aléjate de los cardos, que no te engañen sus flores blancas, no son blancas, son espinas que están en los huesos.
La grava y el polvo de la brecha me adhieren al mundo, en sus curvas espantosas dan sentido al delirio de malestar y lo maravillan, sonriente. No hay jaqueca que venza el impacto de una tierra primordial, intacta a pesar de los siglos, justo cuando empiezo a recorrer mi vida como dicen que hacen los moribundos, los que caen al vacío, los que tropiezan de pronto con la pelona.
El calorón todo lo convierte en roca. La noche congelará los guijarros. Biznaga a biznaga la circunferencia se conserva, aunque espinada, contra un paisaje de hachas afiladas y gigantescas hojas de tijera cósmica.
Un pie en la enfermería y otro en la próxima Odisea del espacio, llevo a cuestas a quienes me llevarán a cuestas cuando salgamos de este trampa interminable y portentosa, apta sólo para las liebres.
Sola la noche admitirá entonces bichos y bestias de tierra y aire, topos y búhos, murciélagos y camaleones, gusanos duros como el barro, moscos sedientos sin remedio. Cuando fosforecen calaveras en las rocas y las constelaciones tienen permiso de asomarse a la frescura. No que de día el resplandor abrasa, no deja intacto ningún recuerdo. La gravedad láctea de las piedras azulea los pliegues de la sierra y las calvas de los nopales, más solos que la una, más secos que mi boca estropajosa, hirsutos como la soga de una horca.
Muerto llegué a los vergeles del valle y me entregué al desmayo de mis fuerzas restantes, que en el matorral se confunden con un abismo de piedras desmoronadas.
jornada