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Un desayuno inglés con guarnición de hígado: así comenzó la historia de Dire Straits

Un desayuno inglés con guarnición de hígado: así comenzó la historia de Dire Straits

Los años centrales de la década de 1970 se suelen considerar el punto más bajo de la historia británica moderna, aunque para mí fueron tan felices como cualquier otro año de mi vida. El gobierno conservador de Heath había decretado cinco estados de emergencia en cuatro años, había huelgas devastadoras, una inflación disparada, mercados bursátiles por los suelos, representantes sindicales militantes con más poder que los partidos políticos, trenes sucios y poco fiables y teléfonos impredecibles que funcionaban mal; los cortes de electricidad eran algo aceptado como parte de la vida normal, el IRA estaba haciendo estallar bombas por todos sitios, los hinchas violentos del fútbol estaban enloquecidos, los cabezas rapadas del Frente Nacional amenazaban a los inmigrantes, había grafitis y basura por todas partes y se destruía calle tras calle de casas adosadas para dar paso a bloques de pisos brutalistas que la gente consideraba como la solución a los problemas de todas las comunidades. Londres hacía más daño a la vista que mirar un relámpago. Donde quiera que mirases todo estaba en mal estado y era decrépito; realmente no funcionaba nada, y todos los días los titulares de los periódicos hablaban de un país, que alguna vez fue un gran país, en grave declive y al borde del colapso total.

No obstante, en Deptford nos lo estábamos pasando genial.

Quizá porque Deptford estaba muy aventajado en la carrera hacia el fondo del pozo. Puede haber pocos distritos en Gran Bretaña tan poco glamurosos y tan necesitados, pero en las instalaciones de Crossfields y en el campus de Goldsmiths no nos importaba en absoluto mientras tuviéramos suficiente dinero para comprar cerveza, cigarrillos y alguna que otra bolsita de marihuana. Me encantaba Deptford: sus bares cutres, sus pubs antiguos, sus amables vagabundos, su historia inquietante, con todos aquellos almacenes abandonados y la maquinaria de los muelles oxidada por el arroyo que iba a parar al Támesis. Había una descolorida, pero hermosa poesía en el lugar que te llegaba al corazón, y la actitud era la siguiente: "Sí, vivimos en un lugar de mierda, pero es nuestro lugar de mierda".

Había una descolorida, pero hermosa poesía en el lugar que te llegaba al corazón: "Sí, vivimos en un lugar de mierda, pero es nuestro lugar de mierda"

Después del apogeo de la década de 1960, el panorama musical general en Gran Bretaña se había vuelto bastante aburrido durante la primera mitad de la década siguiente. Había mucho rock "experimental" en la lista de álbumes, y la lista de sencillos estaba encabezada por canciones pop ligeras, insípidas y fáciles de escuchar, muy pocas de las cuales resistieron el paso del tiempo. The Bay City Rollers eran aclamados como los nuevos Beatles, y la excéntrica "Seasons in the Sun" de Terry Jacks lideró las listas durante un mes a principios de 1974. Con eso digo bastante. Esta fue también la era dorada de la canción novedad: The Wombles, The Wurzels y el actor de comedia Windsor Davies con "Whispering Grass". Si, como era mi caso, amabas tu música, no tenías muchos talentos nuevos para poner en el tocadiscos. Bowie, Cockney Rebel y Eric Clapton eran los únicos artistas contemporáneos que me decían algo. Me refugié en mis favoritos: J. J. Cale, Muddy Waters, Bob Dylan, Van Morrison, B. B. King, Leonard Cohen, Cream, los Stones, The Kinks y los Beatles.

Parte del problema radicaba en que la mayoría de las mejores estrellas del rock de Gran Bretaña habían huido al extranjero para evitar unos impuestos punitivos y exorbitados, que suponían un problema real por aquel entonces. Los Stones se habían ido a Francia, Bowie a Nueva York, Rod Stewart a California. Fue un éxodo en toda regla, y no sorprendió a nadie que se produjera una especie de retiro precipitado. El sencillo de Thin Lizzy "The Boys Are Back in Town" y el álbum Jailbreak les reportaron unas doscientas mil libras (alrededor de dos millones de libras de hoy en día), pero después de pagar los impuestos terminaron con poco más de treinta mil libras para toda la banda, antes de descontar lo correspondiente a su equipo de administración y sus agentes. Habían trabajado duro para perfeccionar sus habilidades, habían sacrificado una vida estable y ofrecido una gran alegría a muchas personas para la posteridad, pero se les pagaba como a aprendices de basureros. Elton John, cuyos primeros álbumes con el letrista Bernie Taupin me encantaban, era el artista más vendido de la época, con unos treinta millones de copias solo en 1975. Todos pensaban que nadaba en la abundancia, pero solo recibía alrededor de tres peniques por cada libra. Apenas le merecía la pena levantarse de su cama con dosel y aclararse la garganta. Genial que le haya ido bien desde entonces, pero ciertamente no le retornaba nada por aquel entonces.

placeholder 'Mi vida con Dire Straits', de John Illsley (Cúpula)
'Mi vida con Dire Straits', de John Illsley (Cúpula)

Eran tiempos con mucha carga y muy politizados, perfectos para estudiar Sociología en Goldsmiths, en la era dorada del estereotipo de profesor de izquierdas con barba y, hay que señalarlo, prácticamente ninguna mujer profesora. Era una universidad muy de izquierdas, especialmente mi departamento, pero el fervor ideológico que había alcanzado cuando salía con Diane se relajó. Pronto me di cuenta de que no quería ser un ideólogo afiliado de ningún tipo, y nunca lo he sido desde entonces. Tal vez fue por ver a uno de mis profesores socialistas militantes con su chaqueta de pana subirse a su BMW al final de su corta jornada para ir a enrollarse con una de sus alumnas. Tal vez fue por mis reuniones para tomar algo con mis antiguos compañeros de BBH y los suburbios de Bexleyheath, todos buenas personas, seguramente to- dos capitalistas, pero trabajadores y decentes, que intentaban tan solo salir adelante y ganar un dinero.

(...)

Estábamos en julio de 1976, en plena ola de calor. Acababa de terminar los exámenes finales y me desperté en la cama con la encargada de la pizzería calle abajo, en Greenwich. Tenía una resaca de caballo, pero había sido una noche de marcha divertida y me sentía bastante contento con mi vida, sabiendo que no había echado a perder el mayor desafío académico que jamás se me había presentado.

De regreso a Farrer House, el tren avanzaba traqueteando hacia el viejo y oxidado puente levadizo y mi cabeza zumbaba a su ritmo con cada sacudida del vagón. La marea baja en Deptford Creek dejaba ver un manto de barro grasiento con dibujos de botellas, bidones de combustible y carritos de la compra. Más allá del puente, hasta la curva cerrada antes del Támesis, había embarcaderos podridos, almacenes derruidos y grúas abandonadas. El tren redujo la velocidad al entrar en la estación y, desde lo alto del viaducto, a través de la sucia ventana, pude ver que las cortinas de nuestro piso aún estaban echadas. David también debió de llegar tarde.

Apagué el cigarrillo en el cenicero del reposabrazos y me di unas palmaditas en la cara, maldiciendo las últimas copas inútiles. Bajé los escalones al trote y me lancé hacia el autobús 53. Entonces un nuevo día amanecía en Deptford; ¿qué iba a hacer con él? Practicar algunos acordes, supongo, ir al bar cutre a media tarde, dar cuenta de las tres comidas de una sentada y luego volver al Oxford Arms con los amigos para tomar unas cervezas y (si había suerte) ver a una banda medio decente.

El pensamiento de cómo iba a pasar el día, como siempre, se extendía al de cómo iba a pasar mi vida mientras cruzaba el cementerio de St. Paul en dirección a Crossfields. Esta eterna pregunta me volvía a atormentar: ¿y ahora qué? ¿Qué hacer con una licenciatura en Sociología en plena recesión global? Tenía casi veintiséis años, por el amor de Dios.

placeholder Miembros de Dire Straits (de izquierda a derecha): John Illslsey, Alan Clark, y Guy Fletcher llegan a la ceremonia para entrar en el Salón de la Fama en 2018 (EFE EPA DAVID MAXWELL)
Miembros de Dire Straits (de izquierda a derecha): John Illslsey, Alan Clark, y Guy Fletcher llegan a la ceremonia para entrar en el Salón de la Fama en 2018 (EFE EPA DAVID MAXWELL)

Siempre que estaba lejos de Crossfields me lo imaginaba en blanco y negro con imagen granulada. Pero no habíamos visto un cielo gris desde hacía semanas. Había hecho muy buen tiempo. Caminé sobre la hierba marrón, pasé por delante de un árbol quemado, me agaché para pasar por el callejón, con las paredes llenas de anárquicos imperativos y clichés: "¡Cómete a los ricos!"; "Lamento lo de tu muro"; "Luché contra la ley"; "Golpea con la cabeza aquí"; "Toda propiedad es un robo"; "¿Quién necesita la escuela?". Y una nueva pintada que había aparecido durante la noche que decía, en un blanco churretoso: "¡FRENTE NACIONAL FUERA!". Era un pasillo de filosofía anárquica; el punk iba a ser la gran novedad, así lo creía todo el mundo.

Ernie estaba acostado en su banco en la pequeña plaza, un retrete disponible para los perros de Crossfield y para los vagabundos que pasaban, y un cubo de basura para todos los demás. Tenía la boca entreabierta, la cara hacia el cielo, el brazo sobre la botella de VAT 69 que estaba en el suelo. Saqué un par de cigarrillos y se los metí en el bolsillo del abrigo. Ernie me caía bien. A todo el mundo le caía bien Ernie, uno de los vagabundos más entrañables del albergue del Ejército de Salvación en High Street, que disfrutaba a veces de salidas de día o de noche a nuestro "parque". Los vecinos eran buenos con él y, al no tener nada digno de ser robado, no tenía nada que temer. Ninguno de los estudiantes o de los diferentes artistas de la zona estaba resentido por el hecho de que, gracias a las ayudas sociales, probablemente él tuviese más dinero que nosotros. Sin embargo, nosotros teníamos un techo bajo el que dormir, nuestra juventud y nuestros sueños. Ernie tenía su VAT 69 y sus pitillos.

Y una nueva pintada que había aparecido durante la noche que decía: "¡FRENTE NACIONAL FUERA!". El punk iba a ser la gran novedad

En la explanada, un chico serpenteaba entre los coches con su bicicleta tipo Chopper, robada, sin duda. En Crossfields alguien te robaría hasta un pedo que te tirases. Toda propiedad era un robo, tal como decía el grafiti. Tu bici Chopper es mi bici Chopper, tu coche es mi coche: ese era el principio predominante en el recóndito sudeste de Londres. Como estudiante de Sociología marxista de clase media sin rumbo, con ropa de Oxfam, abastecido por el Oxford Arms y matando el rato en nuestra descuidada sala de estar, todo aquello no me suponía un gran problema.

El número 1 de Farrer House estaba en la planta baja de un bloque de protección oficial de cinco pisos. Yo iba por el túnel y mis pasos resonaban por debajo del pasadizo. Giré la llave de la defectuosa cerradura, encontré finalmente algo de apoyo y la abrí con el hombro.

Estaba sediento y entré directamente en la cocina, llené la tetera y encendí el gas. El fregadero estaba lleno de platos y de tazas, y en el aparador se podían ver los restos de una fiesta nocturna: medio paquete de pan de molde, un frasco de pasta para sándwich, una caja de galletas TUC y una lata de judías estofadas de la cadena Fine Fare con un tenedor clavado en la masa endurecida.

Puse la radio y bajé el volumen para no despertar a Dave. Estaban poniendo "Save Your Kisses for Me" de Brotherhood of Man... ¡Venga ya! Giré el dial de la radio... "Combine Harvester" de The Wurzels... Giré un poco más el botón de sintonización... "Fool to Cry" de los Stones. Eso estaba mejor, y ahí lo dejé.

placeholder Mark Knopfler en un concierto en Madrid en 2009. Mantiene buena relación con John Illsey, pero no quiere retomar la banda (EFE/Víctor Lerena)
Mark Knopfler en un concierto en Madrid en 2009. Mantiene buena relación con John Illsey, pero no quiere retomar la banda (EFE/Víctor Lerena)

Tiré la bolsita de té al cubo de basura, le eché un poco de azúcar y di un paso por el pasillo hacia la sala de estar. Retrocedí de golpe, se me cayó el té. ¿Qué narices...?

Había un hombre tumbado en el suelo de cemento profundamente dormido —la alfombra prometida nunca se había hecho realidad— y su cabeza, apoyada contra la única silla que teníamos, formaba un ángulo recto con el cuerpo. El tipo tenía una guitarra eléctrica en el pecho. A un lado, un cenicero cuadrado gigante desbordado con mil colillas; en el otro, un par de botellas vacías de cerveza Newcastle Brown. Su rostro, blanco como una sábana, se daba un aire a Dave. Debía de ser el hermano que había mencionado. Se movió y gimió; un párpado se le despegó.

—¿Una taza de té? —le pregunté.

Cuando volví ya había recogido los cigarrillos y las botellas de cerveza y oí que se echaba agua en la cara en el baño. Cogí su guitarra, una Gibson Les Paul Junior. Preciosa. Regresé y le di el té. Extendió la mano y, con un suave acento geordie, me dijo:

Mark, por cierto. Mark Knopfler, el hermano de David.

—Ya me lo imaginaba. Me han hablado mucho de ti. John Illsley. Encantado.

Se sentó en la única silla que había y yo me senté en el viejo sofá cama que había encontrado en un contenedor de una obra unas semanas antes. Nos enredamos en una amena charla sobre esto y lo otro. Conectamos de inmediato. Había un aire dulce y natural en él, y se notaba que pensaba mucho antes de responder a una pregunta. La conversación viró hacia la música, con lo que él acabó cogiendo su Gibson y comenzó a tocar.

Nunca había visto a nadie tocar la guitarra así, pero incluso tocando de manera informal conseguía sacar un gran sonido fresco y original

Tocó algunas cuerdas y giró las clavijas para afinarla. Luego empezó a tocar de verdad, haciendo un poco de todo, con riffs y fragmentos de melodías. Tenía un curioso estilo fingerpicking. Nunca había visto a nadie tocar la guitarra así, pero incluso tocando de manera informal conseguía sacar un gran sonido, un poco country, un poco rock, pero fresco y original. Dave tenía razón: su hermano sabía tocar.

—¿Te apetece fritura? —le pregunté después de un rato.

—Claro.

Subimos al bar cutre de High Street y nos comimos un desayuno inglés completo con guarnición de hígado.

* Dire Straits llenó estadios gigantescos en todo el mundo y vendió cientos de millones de discos. Durante la década de 1980, fue una de las bandas más importantes del planeta. En Mi vida con Dire Straits, John Illsley, miembro fundador, bajista y pilar de la banda, evoca el espíritu de aquella época y narra la trayectoria de uno de los grupos más grandes de la historia del rock.

La historia relata el ascenso de la banda desde sus humildes orígenes hasta llenar estadios en todo el mundo, y las devastadoras exigencias de las giras a escala global y de tener que vivir bajo el foco de la atención pública que, inevitablemente, pasaron factura al grupo.

El Confidencial

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