Un verano con... Marguerite Duras

El sol de julio y agosto ablandaba las ventanas de la calle Saint-Benoît con la misma fuerza de las tardes abrasadoras en Saigón. Sofocantes fueron para Marguerite Duras el calor del primer sexo y el del deseo ya extinto. Su vida entera llevó a cuestas el cuerpo como un crematorio, una paila ardiente de castigo, gozo y penitencia. El verano vive en la escritura de Marguerite Duras como memoria de la paliza, las que le repartieron por igual su madre, su hermano y la vida. A la francesa se la lee con ampollas en el espíritu. Es directa y abrasiva, todo un incendio entre las manos.
El verano aparece nítido en el momento en que un amante enciende el ventilador junto al cuerpo recién duchado de una adolescente, como lo hacía aquel hombre mayor, en el delta del Mekong que ella describió en 'El amante', ese biombo de su propia vida en el que ella nos ofrece sus despojos. El verano en Duras es el vapor de una ciudad portuaria. La vida de Duras tiene algo de solsticio y de hoguera. Arde sin redención posible. Su obra respira verano por todas partes. Es brutal como un crepúsculo. Un grifo a punto de cerrarse.
El primer amante, la muerte de su primer hijo, sus años en la Resistencia, la deportación y el regreso de su marido Robert Antelme desde la Alemania nazi. En ella la vida sucede de hora en hora, persiste de la mañana al mediodía. «Siempre nada», escribió en sus cuadernos, arrancándose ella misma la piel para freírla en el aceite de sus días. La pobreza de sus años en el actual Vietnam, la violencia familiar, las tensiones entre franceses y colonos y el hallazgo del deseo y el sexo en ese contexto, asignan a Marguerite Duras el estatus de una combatiente o, lo que es peor, de alguien que intenta mantenerse viva. Una soldada del eterno verano.
Sara, la protagonista de 'Los pequeños caballos de Tarquinia' (Les Petits Chevaux de Tarquinia, 1953), es la criatura estival por naturaleza. Está casada y es madre de un niño pequeño. Pasa las vacaciones de verano con su marido, su hijo y un grupo de amigos en un pueblo costero de Italia, cerca de Tarquinia. Está atrapada en una rutina estival sofocante, tanto por el calor como por una vida conyugal que le resulta vacía, repetitiva y distante. Su hastío es inmenso, inabarcable. «No había nada que hacer aquí, los libros se derretían en las manos. Y las historias se deshacían en pedazos bajo los golpes sombríos y silenciosos de las avispas grandes. Sí, el calor laceraba el corazón. Y solo le resistía entero, virgen, el deseo del mar. Sara dejó el libro en los peldaños de la terraza. Los otros ya estaban en el mar. O, si no estaban, iban a zambullirse en cualquier momento»
En el verano de 1980, Duras escribió una serie de crónicas semanales para Libération, publicadas entre junio y agosto, recopiladas luego en el volumen 'L'Été 80'. Pasó esa temporada en Trouville-sur-Mer, en una casa junto al Atlántico. Allí conoció a a Yann Andréa, el estudiante con quien entabló una relación platónica y poética que marcaría el fin de ese verano y el resto de su vida. «El verano del viento y la lluvia. El verano de Gdansk… El verano de nuestra historia… entre Yann Andréa Steiner y esa mujer que hacía libro, vieja y solitaria». Duras reflejó que el verano no es solo paisaje sino un modo de escritura: días largos, sensación de espera, mezcla de intimidad y aire caliente que intensifica la percepción interior. Ella es en sí misma ese incendio de los días consumidos y las frutas en trance de estropearse. Inmensa, Duras, en su insolación y su desolación.
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