Argentina: refugio, esperanza y carne

La frase “la banalidad del mal” se inventó para los oficiales nazis que cumplían las órdenes de Hitler con la misma obediencia y ausencia de reflexión que el empleado de un banco cuyo jefe le instruye a negar un préstamo. Podríamos aplicar las célebres palabras de Hannah Arendt con similar acierto al piloto del avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945.
Paul Tibbets dio una breve entrevista a The New Yorker durante las fiestas navideñas de ese mismo año, cuatro meses después de protagonizar aquella épica monstruosidad. ¿Qué pensaba mientras su avión, el Enola Gay, se acercaba al objetivo? “Solo queríamos hacer bien nuestro trabajo”. ¿Regresó a su base conmocionado? “Yo, por mí, solo deseaba dar el día por terminado y volver a tierra a cenar un filete de carne”.
Tibbets agregó que en el vuelo de vuelta él y su tripulación se anticiparon al esperado festín tragándose unos sándwiches de jamón. “A ninguno se nos pasó por la cabeza –dijo– que acabábamos de participar en una nueva era de la historia”.
La suerte –la increíble suerte– es que, pasados 80 años, la historia no se ha vuelto a repetir. Hoy existe una sensación general de que sí puede repetirse, lo que debemos agradecer al par de locos que están al mando de los dos arsenales nucleares más grandes del planeta.
Con la sensibilidad que les caracteriza, los presidentes Vladímir Putin y Donald Trump han elegido la semana del aniversario de Hiroshima para hacer sonar los tambores de la guerra nuclear. Inició el juego el expresidente ruso Dimitri Medvédev, hoy el títere en jefe de Putin, con un tuit (¡un tuit, por el amor de Dios!) en X, la red social de Elon Musk. Medvédev amenazó con que se acercaba el momento en el que Rusia dispararía sus cohetes intercontinentales.
Trump respondió en su red privada, Truth Social, que “las palabras son importantes y muchas veces conducen a consecuencias inesperadas” (¿por fin lo entendiste, Donald?) y luego dijo que, como respuesta a la provocación, había ordenado que dos de sus submarinos nucleares se acercasen a las costas rusas.
Putin y Trump han elegido el aniversario de Hiroshima para hacer sonar los tambores de la guerra nuclearPuro teatro, todo. De repente Trump y Putin cambian el guion y dicen que se van a reunir en Alaska. Lo cambian cada día. De la farsa a la tragedia a la farsa. Ni ellos saben por dónde van. Vivimos tiempos inestables, por no decir lunáticos, y puede pasar cualquier cosa.
Ahora, para ser justos con Trump, son los rusos y no él los que llevan desde la invasión de Ucrania en el 2022 haciéndose los fuertotes advirtiendo de la posibilidad de la guerra que acabe con todas las guerras, lo que delata, por cierto, su fracaso como país. Los pobres saben –todos sabemos– que, si no poseyeran la bomba, no pintarían mucho más en el panorama geopolítico que Lesoto.
¿Qué hacer ante la creciente cercanía del apocalipsis? Yo animaría a los lectores a disfrutar como nunca de las vacaciones que muchos de ellos se estarán tomando hoy en la playa. Es que, en serio, vivir bajo la sombra del fin del mundo tiene su lado positivo. Todos vivimos bajo esa sombra. A todos nos puede pillar en cualquier momento un cáncer o un coche o un ataque al corazón. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y la otra?
Para evitar las consecuencias de ‘la bomba’ se recomienda mudarse a Australia o a ArgentinaYo siempre he pensado que convivir con la muerte, ser consciente de que puede estar a la vuelta de la esquina, es, no solo sano, sino recomendable. Lejos de paralizarnos o provocar sentimientos oscuros, debería animarnos a vivir intensamente, con alegría y entusiasmo y gratitud, todas las horas del día. La mortalidad bien enfocada es un motor de buena energía, y la buena energía es la cualidad más valiosa y más loable –mucho más que la inteligencia, o la belleza, o el dinero– en un ser humano.
Lección de filosofía concluida, es razonable que uno procure alejar lo máximo posible el día de la muerte. Por eso algunos toman (entiendo) medidas de precaución como no fumar, o no beber, o digerir legumbres, o hacer ejercicio. ¿Qué medidas podemos tomar para evitar las consecuencias de una guerra nuclear? Pues está claro. Varias investigaciones lo han demostrado: mudarse a Australia o a Argentina. Busquen en internet y verán que varios científicos han examinado el tema y han concluido que estos son los dos países que estarían más a salvo de una hecatombe nuclear. No solo por su saludable distancia de los escenarios bélicos del norte sino porque, gracias a sus abundantes tierras fértiles y la fecundidad de su ganado, se salvarían de la hambruna que asolaría a la mayor parte de la humanidad.
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¿Cuál de los dos elegir? Ambos comparten el mismo hemisferio, pero, como sociedades, están en polos puestos. Recuerdo la primera vez que fui a Australia, tras haber vivido diez años en Argentina. Me vino poderosamente a la mente el contraste entre los dos países, ambos nacidos más o menos a la vez en igualdad de condiciones. Australia es un exitazo como democracia y como economía. Argentina, bueno, ya saben...
Pero después me pregunté: ¿si tuviera que elegir, en cuál de los dos viviría el resto de mis días? Argentina, por goleada, escucháme… Australia es Inglaterra con sol –insufrible– con la desventaja adicional de que tiene todos los problemas resueltos. Tal es el Estado de bienestar que se aburren como ostras y no tienen más remedio (esto me recuerda un poco a Barcelona) que inventarse problemas donde no los hay. Una noticia que recuerdo de la televisión nacional australiana fue (sí, en serio) que un carpintero se cayó de unas escaleras y se rompió la pierna, lo que precipitó un clamor para que los políticos interviniesen y no volviera a ocurrir. En Argentina hay problemas de verdad. Hay choque y chispa, hay obstáculos por superar, hay legítimos motivos para estar indignados todo el santo día. ¡Y qué vacía que es la vida, como bien saben los españoles, si uno no puede gozar de la profunda satisfacción moral que la indignación inspira!
No importa que funcione o no la motosierra redentora de Javier Milei. Si quieren refugiarse de una futura guerra nuclear, y mientras tanto alejarse del ruido que generan los imbéciles de la Casa Blanca y del Kremlin, váyanse a Argentina. Allá podrán emular el ejemplo del piloto Paul Tibbets y comer todos los sándwiches de jamón y todos los filetes de carne que quieran, tranquilos mientras el resto del mundo arde.
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