Lo peor del apagón

Seguramente muchos en los años venideros recordaremos qué estábamos haciendo el pasado 28 de abril cuando se produjo el gran apagón. A algunos, además, les pilló en un ascensor, del que no pudieron salir hasta ser rescatados por los bomberos. A otros, en el metro, entre estaciones y a otros más, pasajeros de los trenes, en las ratoneras de los vagones, en medio de la nada, y ahí tuvieron que quedarse infinitas horas hasta que los equipos de emergencia consiguieron llegar.
Todos pensábamos que se trataba de una avería si no momentánea, al menos de corto alcance temporal, que, como otras veces ha ocurrido, afectaba a los edificios de una o dos manzanas, tal vez solo al barrio en el que se encuentran nuestras casas, oficinas u otros lugares de trabajo.
Nadie, al principio, hubiera imaginado que el asunto era algo generalizado en el territorio nacional, del que se salvaron solo los dos archipiélagos y las ciudades de Ceuta y Melilla, al otro lado del mar. Alguien podría referirse de manera poética al envolvente mar protector y guardián, que preservó la luz eléctrica y por una vez, al menos por una, puso de manifiesto que la insularidad, lejos de ser negativa, resulta un plus.
Si los dos archipiélagos no sufrieron los inconvenientes del apagón peninsular fue porque su sistema de autoabastecimiento eléctrico siguió funcionando. Con respecto a Baleares, caso que conozco mejor, la conectividad con la red eléctrica nacional proporciona entre un 20% y 30% de la energía. Se opera por cable submarino desde Sagunto hasta la subestación de Santa Ponsa, en Mallorca, lo que implica que la dependencia sea menor y de ahí que no afectara.
La vulnerabilidad hizo estragos entre los jóvenes, nativos digitales, y no entre los viejos por una vezComo de costumbre, el asunto de la caída de la red eléctrica y lo que esto conlleva en el mundo de hoy absolutamente tecnificado, ha servido para que el Gobierno y la oposición se hayan enzarzado en otras tantas batallas políticas, además de echarse en cara estar a favor o en contra de un determinado tipo de energía. En el Parlamento el pasado miércoles, el jefe de la oposición arremetió contra el presidente del Gobierno por no dar explicaciones sobre lo ocurrido. También los ciudadanos de a pie, seamos de izquierdas, de derechas, nacionalistas o constitucionalistas, agradeceríamos saber.
El apagón, según algunos medios, causó cinco víctimas colaterales, otros contabilizan hasta diez. A la pérdida de vidas humanas, siempre lo peor, hay que sumar el desconcierto de miles y miles de personas que tuvieron que recorrer kilómetros andando para regresar a casa porque el transporte público no funcionaba y otras más que ni siquiera sabían cómo volver porque el GPS no se lo podía indicar.
Como los cajeros no expendían billetes y las tarjetas dejaron de ser operativas, quienes acostumbran a pagar mediante este sistema se encontraron igualmente a la intemperie y en ayunas. Si no tenías provisiones en casa, de esas exentas de ser cocinadas, era inútil bajar al bar de la esquina o al supermercado más cercano.
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Para muchos, en especial para los jóvenes, lo peor no fue quedarse sin electricidad sino que las redes dejaran de funcionar. Sin redes que les ampararan sintieron que estaban en caída libre. ¿Cómo pasar las horas sin wasapear, sin tuitear, cuando uno vive pendiente de lo que viene y va a través de estos tipos de mensajería?
Seguramente los viejos, entre los que por supuesto me cuento, fuimos los que llevamos mejor el apagón, porque el síndrome de abstinencia de las redes no nos sumió en el desespero, como ocurrió con algunos jóvenes ante la imposibilidad de consultar el móvil. Tal vez porque los mayores, como quien esto escribe, hemos vivido y trabajado sin internet la mayor parte de nuestra vida, sin que esa carencia nos hiciera más torpes. Quizá valga la pena recordar que internet llegó no hace tanto, en los años noventa del siglo pasado, aunque algunos crean que Colón descubrió América gracias al GPS que llevaba incorporado la carabela.
Por una vez, ante el apagón, los viejos dejamos de ser los más vulnerables. La vulnerabilidad, pude percatarme bien, hacía estragos entre los nativos digitales, quienes sin tecnología que llevarse a la boca se sentían morir de inanición, prácticamente incapaces de subsistir.
Me pregunto hasta qué punto el apagón no les sirvió de ensayo general a las tecnológicas para comprobar como su imperio ha colonizado ya a muchos y los ha convertido en sus esclavos. Algo, a mi juicio, aterrador.
lavanguardia