Meta, Apple, Netflix, LEGO y otras estrategias que cambiaron el rumbo de empresas en crisis

A veces no es una crisis. Es una obsesión. Una apuesta estratégica que crece tanto que termina devorando el negocio principal, los recursos, incluso la identidad de una compañía. Eso fue, palabra por palabra, lo que le ocurrió a Meta.
Para finales de 2022, la compañía que un día se llamó Facebook había invertido más de 100.000 millones de dólares en su sueño del metaverso. Solo en ese ejercicio, la división Reality Labs, encargada del proyecto, generó pérdidas operativas de 13.700 millones. La empresa decidió cambiar su nombre, reordenó sus equipos, quemó capital a razón de mil millones al mes incluso en los trimestres más austeros. Pero nadie, ni empleados, ni inversores, ni usuarios, terminaba de entender para qué.
Internamente, las dudas eran generalizadas. En una encuesta anónima, comentarios como “el metaverso será nuestra muerte lenta” o “Zuckerberg va a hundir esto él solo” eran frecuentes. El entusiasmo del CEO no era suficiente para tapar un problema más profundo: la visión no estaba clara. Ni la tecnología, ni el mercado, ni la cultura estaban listos para ese salto.
El resultado fue el que ya conocemos, incluyendo despidos masivos, caída de ingresos publicitarios y un metaverso que no desapareció del todo, pero que pasó a un segundo plano mientras Meta volvía a centrarse en inteligencia artificial (IA). En palabras de Mark Zuckerberg, 2023 sería "el año de la eficiencia", marcando un giro definitivo hacia IA y control de costes.
Apple vivió una historia paralela. Durante más de una década, invirtió miles de millones en el Proyecto Titán, un coche autónomo, eléctrico y sin volante. Se suponía que debía revolucionar el transporte. Pero el tiempo pasaba, los costes aumentaban y los avances tecnológicos no llegaban.
Según Bloomberg, Apple gastó aproximadamente 10.000 millones de dólares en este proyecto desde su inicio en 2014 hasta su cancelación oficial en febrero de 2024. Los ingenieros de Apple incluso propusieron bajar el nivel de autonomía exigido (del nivel 5 al 3), permitiendo que el coche funcionara solo en ciertas condiciones, siempre con conductor como respaldo. La respuesta fue un “no” rotundo. Querían un coche que no necesitara humanos. Querían ciencia ficción.
A principios de 2024, la compañía canceló oficialmente el proyecto. No por falta de ambición, sino por un exceso de ella. Y aunque muchos lo vieron como un fracaso, también fue una decisión que evitó un desastre aún mayor. Un mal producto lanzado a medio hacer habría hecho más daño que admitir que, simplemente, no era el momento.
Fracasar no es fallarLo interesante es que estas historias no son nuevas. Cambian los nombres, pero la dinámica se repite. En 1993, IBM anunció la mayor pérdida corporativa de la historia de Estados Unidos con 8.000 millones de dólares. La empresa, que había dominado el siglo XX con sus ordenadores, se había quedado atrás en la carrera del software y los servicios. Pero su nuevo CEO, Lou Gerstner, tuvo una idea poco ortodoxa. En lugar de proteger el legado, lo desmanteló. Vendió divisiones, externalizó producción y transformó IBM en una empresa de soluciones tecnológicas para clientes corporativos. Aquello que parecía una retirada fue, en realidad, una reinvención. Hoy, más del 70% de los ingresos de IBM provienen de servicios y computación en la nube. Una jugada radical, pero ganadora.
Algo parecido hizo Netflix en 2011. Cuando anunció que separaría su negocio de DVDs del de streaming, los usuarios reaccionaron con furia. El intento de lanzar Qwikster, una marca separada para DVDs, provocó la pérdida de 800.000 suscriptores en un solo trimestre y una caída del 75% en sus acciones, según The New York Times. Muchos auguraban el principio del fin. Pero la empresa no se echó atrás. Insistió. Se mantuvo firme. Y ese mismo paso hacia el abismo fue el que permitió, poco después, el nacimiento de su nueva etapa: la producción original. En 2013 llegó House of Cards, y el resto es historia.
Vuelta a los orígenesY luego está el ejemplo más fascinante de todos. A comienzos de los 2000, la compañía danesa LEGO acumulaba años de pérdidas. Había lanzado ropa, parques temáticos, videojuegos, muñecos... todo menos lo que sabía hacer mejor. Los bloques de construcción estaban en segundo plano, el catálogo era caótico y la marca había perdido fuerza. La situación era tan crítica que se barajó vender la empresa.
Según Forbes, entre 1998 y 2003 LEGO perdió aproximadamente 300 millones y su deuda superaba el 200% de sus ingresos anuales. Pero entonces llegó Jørgen Vig Knudstorp. Un joven CEO con una sola misión: salvar LEGO volviendo a su esencia. Vendió activos, recortó productos, reorganizó toda la empresa y volvió a poner los bloques en el centro del tablero. Apostó por licencias fuertes (Star Wars, Harry Potter), por calidad y por escuchar a los fans.
Incluso lanzó LEGO Ideas, una plataforma donde los propios usuarios proponen sets. Si una idea obtiene 10.000 votos, la empresa los fabrica. Así nacieron algunos de sus productos más exitosos. En 2023, LEGO fue nombrada la marca más poderosa del mundo por Brand Finance, superando a gigantes como Ferrari y Coca-Cola.
Hoy, LEGO no solo es rentable: es una de las marcas más valiosas y queridas del mundo. Pero su éxito no vino de una gran innovación. Vino de una gran corrección. Y ese, quizás, sea el mensaje más importante. En un entorno que glorifica el crecimiento perpetuo, la expansión constante y la disrupción continua, estas historias demuestran que la audacia no siempre está en ir hacia adelante, sino en saber cuándo dar un paso atrás.
Porque innovar no es solo crear. También es eliminar. Reenfocar. Decir “esto no”. Y, sobre todo, tener el valor de abandonar una idea cuando aún se está a tiempo de evitar el golpe. Lo que diferencia a IBM, Netflix, LEGO o incluso Apple de otras empresas que sí se hundieron, no es que nunca fallaran. Es que supieron cuándo parar. Y eso, en los negocios, vale oro.
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