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Tomar el fresco

Tomar el fresco

Hace unos días corría el rumor de que el Ayuntamiento de Barcelona prohibiría tomar el fresco en la calle. La sorpresa por el anuncio, en mi caso, fue mayúscula. No por la prohibición en sí, coherente con la voluntad siempre manifiesta de los gobiernos de controlarlo todo, sino porque uno no ha visto nunca a nadie tomándolo en la capital si no es desde la terraza de un bar acompañado de la consumición precep­tiva.

La alarma estaba injustificada. Nadie será multado por sacar sillas de mimbre a la calle. La teórica prohibición resultó ser una mentira que había hecho fortuna. El rumor se propagó por las redes, algún medio se hizo eco, y la trola adquirió condición de verdad hasta que el Ayuntamiento la desmintió.

Àlex Garcia / Archivo

Con todo, lo cierto es que los tiempos en los que España y Catalunya en pleno tomaban el fresco en la calle son historia. Para la mayoría de los que lo hemos vivido, las reuniones nocturnas de verano entre vecinos para aprovechar la brisa nocturna –¡si la había!– son ya solo postales guardadas en el cajón de la memoria. La tradición, mediterránea hasta la médula, fue languideciendo a medida que se carcomían los valores, usos sociales y condiciones materiales que la sostenían y justificaban.

La ronda que se organizaba en la calle de mi casa cuando yo era pequeño, y que algunas noches reunía hasta una veintena de personas, exigía un vínculo vecinal que hoy en día, en muchos casos, ya no existe. Pero no solo eso. También requería veranos sedentarios, sin viajes, y repetitivos.

La ronda en la calle exigía un vínculo vecinal que hoy en día, en muchos casos, ya no existe

También ayudaba a que la gente tomara la fresca el valor que en aquellos tiempos se atribuía al ahorro, ya que esta actividad veraniega era de lo más económica. En el corro vecinal que yo recuerdo, todo el dispendio de las noches de verano era un espumoso humilde y muy barato —vino Güell, si no recuerdo mal— puesto a enfriar en un cubo con hielo.

Al abrirlo se le añadía un tapón de chorro para que todos, unos con más destreza que otros, bebieran directamente de la botella. Aquel vino, que hoy la mayoría despreciaría o usaría en el mejor de los casos solo para cocinar, era todo el lujo que el corro se permitía. Y no cada día.

La necesidad de pasar las noches en la calle también venía incentivada por la falta de confort de las casas de entonces. El aire acondicionado era un exotismo solo al alcance de los bolsillos más solventes. Así que vivir las primeras horas de la noche en la calle era casi una exigencia. La escasa oferta televisiva también hacía más atractivo unirse al jolgorio del vecindario que quedarse encerrado en casa.

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La decadencia de las noches al fresco se aceleró a partir de la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado. El espíritu de la nueva época llegaba incluso a los entornos rurales. El creciente individualismo, la percepción del vecino como una molestia, los viajes veraniegos, la comodidad de los hogares, la multiplicación de las formas de ocio y la mayor disponibilidad económica de las familias convirtieron ese rato compartido siempre con los mismos en una actividad poco atractiva y aburrida. Los mayores y sus sillas resistieron, pero el relevo generacional gripó y la mayoría de los corros vespertinos fueron borrándose del paisaje.

Los que quedan son, para muchos jóvenes cuando se cruzan con alguno, un exotismo folclórico digno de fotografiar. No es de extrañar que el renacimiento de esta costumbre venga de la mano de gente llegada de fuera, cuya situación se parece mucho a la de aquellos que décadas atrás colonizábamos las noches de verano sin gastar un duro.

Todas estas cosas también pueden explicarse sin romanticismo y con un aire menos nostálgico y bucólico. De hecho, tomar el fresco era todo lo que la gran mayoría del país podía hacer para que el calor de las noches de verano fuera soportable. ¡Lo tomabas o lo dejabas!

Aun así, algunos de los que dejamos de hacerlo, echamos de vez en cuando de menos el sabor en la boca de aquel vino barato —¡nos lo daban también a los niños!—, mientras servimos en las copas adecuadas y a la temperatura idónea la botella que nos ha recomendado el bodeguero de confianza. La memoria es verdaderamente puñetera.

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