El fantasma del ex en la cama / Sexo con Esther

En el catre rara vez se acuestan solo dos. Siempre hay un tercero merodeando: el fantasma del ex. Un integrante entra con ganas, pero sospecha que el otro, mientras se entrega a la faena, anda midiendo cada roce contra un recuerdo que no termina de desocupar la planta baja. Y entonces, lo que debería ser complicidad se convierte en auditoría de fantasmas.
Lo curioso es que ninguno lo admite. La dupla asegura que no compara, que lo pasado pisado. Sin embargo, basta un gesto, un movimiento inesperado, para que surja la duda: “¿a quién le hacía esto?”. Y la faena que debía fluir se congela, como si la cama fuera escenario de un concurso de imitadores.
La contraparte se esfuerza en complacer, pero siente que la evaluación no viene de enfrente sino de atrás, de alguien que ya no está. El aquello se vuelve un examen de historia: quién duraba más, quién inventaba más posturas, quién lograba arrancar más suspiros. Y claro, las ganas se ahogan en comparaciones que jamás se confiesan en voz alta.
¿Cómo ahuyentar esas sombras? Primero, entendiendo que cada sociedad del catre escribe su propio libreto. No hay encuentros idénticos ni plantas bajas clonadas. Pretender que el presente compita con el pasado es como pedirle a un vallenato que suene a jazz: ambos son música, pero no bajo el mismo compás.
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Segundo, hablando. Porque aunque la boca –en este caso– esté pensada para besos, también sirve para diseñar el aquello. Decir qué gusta, qué enciende, qué espanta. Hablar con picardía es la mejor forma de desalojar fantasmas: convierte la cama en un taller creativo, no en un tribunal de calificaciones.
Y tercero, recordando que lo único que importa es estar presentes. Las nostalgias se quedarán en la memoria como canciones viejas, pero la melodía de hoy merece sonar completa, sin interferencias. Cada encamada tiene derecho a un hit propio, a un ritmo nuevo que no necesita permiso de nadie.
Además, conviene entender que el catre no es escenario de campeonatos. Nadie otorga medallas por acrobacias ni diplomas por velocidad. La faena se celebra no por récords, sino por complicidades: esa mirada cómplice que dice más que un grito, esa pausa que vale más que un maratón. Quien se concentra en superar a un fantasma acaba olvidando que la verdadera victoria está en inventar placeres nuevos, no en repetir gestas ajenas.
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Finalmente, conviene que cada integrante reconozca lo obvio: el ex puede ser fantasma, pero también maestro involuntario. Lo que en su momento fue aprendizaje puede transformarse en capital para el presente. No se trata de negar el pasado, sino de usarlo como insumo para lo actual. Al fin y al cabo, nadie llega bajo las sábanas como una hoja en blanco: se llega con historias, cicatrices, risas y experiencias (y hasta ganas) acumuladas. Y ahí está el reto: no permitir que los ‘emocionalmente muertos’ gobiernen la planta baja de los ‘pasionalmente vivos’.
Al final, lo propositivo es claro: un integrante no compite con los ex de la contraparte, sino con la rutina; la faena no se mide con cronómetros ajenos, sino con la intensidad del deseo compartido; y la cama no es museo de recuerdos, sino laboratorio de complicidades. Porque ningún fantasma –por muy insistente que sea– puede superar a dos que de verdad quieran inventar su presente para planta baja.
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