Vilma Fuentes: La memoria de los aromas

L
as ciudades como las flores y las frutas tienen un olor propio. El efluvio que emana de la Ciudad de México es diferente del aroma que se desprende de París o Londres. A veces, cuando por un azar el viajero respira, lejos de su país, el olor de su ciudad natal en una fruta o una taza de chocolate puede, de pronto, ver aparecer las viejas imágenes olvidadas de algún momento de su infancia. La evocación que despierta un aroma es involuntaria; es inútil, pues, intenta resucitar momentos del pasado respirando voluntariamente el olor de un mango o una rosa. La memoria de los olores es distinta a la de los otros recuerdos hechos de palabras o de sonidos, de imágenes o de sensaciones físicas. Más frágil, quizá, pero también acaso más poderosa.
Hace ya varios años, el hijo de la escultora Lourdes Álvarez, entonces un adolescente, me dijo, recién desembarcado en París, aspirando el aire con todas sus fuerzas, como si pudiera saborear la ciudad con su olfato: ¡Ah!, huele a París
. Me le quedé viendo sorprendida. El chamaco insistió: Huele a París, es el mismo olor de entonces, de cuando viví aquí hace dos años
. Inmersa en la capital francesa, no me daba cuenta del olor que emanaba de ella y penetraba por mi nariz. Habría de volver a México y aspirar su olor, impregnarme de su efluvio, para reconocer, de regreso a París, los efluvios de la capital francesa.
No se necesita volver a una ciudad para aspirar su aroma y recordar lo vivido en ella; basta, en ocasiones, husmear un olor percibido en esa ciudad para resucitar vivencias olvidadas, volver a la vida recuerdos enterrados en ella.
Cuando de un antiguo pasado no subsiste, después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor siguen aún durante mucho tiempo, como las almas, recordando, aguardando, esperando, sobre la ruina de todo el resto, cargando sin flaquear, sobre la diminuta gota casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo
, escribe Marcel Proust en una de las magistrales páginas de En busca del tiempo perdido, nombre que su traductor Pedro Salinas dio en español a la obra titulada por el autor: À la recherche du temps perdu. Sin duda, Proust debió jugar con el doble sentido de à la recherche
, que significa a la vez en busca de
y la investigación
. Un lector tan curioso como atento de la obra proustiana puede percatarse de la búsqueda literaria y existencial del tiempo que lleva a cabo el autor, a la vez que de su investigación científica de la memoria y el tiempo. Proust describe el fenómeno de la evocación a partir del olor de una magdalena, adelantándose así a los estudios científicos de la memoria olfativa.
El poder evocativo de los olores es fundamental en la memoria. Mientras la nariz humana podría ser capaz de percibir hasta un billón de olores diferentes, nuestra memoria olfativa no retendría más que algunos millares. Pero los olores asociados en particular a los recuerdos poseen un poderoso efecto de reminiscencia. La memoria olfativa es a la vez fulgurante y poderosa. A diferencia de otras áreas sensoriales en el cerebro, el córtex olfativo está intrincado en regiones implicadas en la emoción y la memoria de recuerdos personales. La investigación científica ha demostrado que los recuerdos surgidos a causa del olor son más emocionales, vivos y durables que los asociados a otros sentidos.
Los lazos entre los olores y la memoria son profundos y poderosos, anclados en la biología misma del cerebro. Los olores tienen el poder único de transportarnos en el tiempo, de despertar recuerdos olvidados y desencadenar emociones intensas.
La próxima vez que huela un aroma familiar y se sienta sumergido en la nostalgia, deténgase un momento para gozar la magia del sentido olfativo. Viaje en el tiempo y fuera del tiempo, ahí donde yace lo que queda, de nosotros y en nosotros, para siempre.
jornada